CUENTO SIN TITULO

Al abandonar hoy la casa de mi abuelo me he llevado conmigo un abrecartas y sus plumas. Las miro y pienso que quizá, algún día, yo seré capaz de escribir con ellas historias que también permitan a alguien soñar y ser feliz.
Fuera llovía. He montado en el coche y la melancolía ha golpeado mi pecho con la misma fuerza con la que aquellas historias golpeaban mis noches en blanco.
Sus historias no eran cuentos para dormir niños. Yo era un adolescente problemático, sin ilusiones, sin ganas de vivir. Y fueron aquellas historias, dejadas caer por el abuelo en los lugares que sabía que yo fisgaría, las que no me dejaban dormir. Sin discursos, sin dirigirse nunca a mí de manera personal.
Pero, los personajes que creaba iban modelando mis desganas y convirtiéndolas poco a poco en esperanzas; me hacían pasar de la quietud más indolente a una actividad lenta pero constante.
Recuerdo especialmente aquella historia en la que un muchacho de mi edad jugueteaba con un abrecartas entre las manos, pensando en si autoinmolarse o no a la desesperación. ¿Era este mismo abrecartas? El muchacho sí que era yo.
Cuando vuelvo la vista a mi derecha, encuentro a mi mujer en el asiento de al lado. No sabe muy bien lo que pasa por mi mente, pero respeta mi silencio y enjuaga la primera lágrima que brota de mi ojo. Ve mi melancolía y espera paciente mis palabras, unas palabras que no llegarán hoy y que ella seguirá esperando.
Antes debo confesármelo a mí mismo. Y no es fácil. Debo reconocer que mi abuelo orientó mi vida con sus historias en el momento más complicado de ella, al menos en el momento en que más lejos he estado de encontrarle una salida. Hizo más: me puso en camino de encontrar otras historias, historias de otros hombres buenos y sabios, me abrió a otras palabras, a otros escritores.
Y yo, soberbio, le pagué con el silencio y el desdén. Nunca lo reconocí mientras vivía. Siempre desdeñé en público las memeces de un viejo. Hasta hoy, impresionado tal vez por la materialidad de sus objetos, no he querido recordar lo que él significó en mi adolescencia. Fue un tiempo de silencio sepulcral.
Debo reconocer con palabras aquella parte de mi historia. Luego podré contársela a mi mujer, a mis amigos, a quien sea preciso.
- No debería resultarte difícil – oigo que dice algo dentro de mí. Al fin y al cabo, vives de escribir. Ese es tu oficio.
Y en mi interior releo las palabras de aquel crítico que atacaba a mi obra de producir amargura existencial. Así la llamó él.
Pareciera que me he hecho hombre contra el mundo. El día en que me atreva a coger una de las plumas del abuelo será porque estoy dispuesto a deponer esa actitud y porque querré buscar historias que abran los sueños y las esperanzas de los lectores. Hasta entonces, lo juro, no volveré a escribir.
Le pido a mi mujer que se abroche el cinturón, arranco el coche y nos ponemos en marcha.