SETAS PARA CENAR


Setas para cenar
La experiencia no se fía de la apariencia

En un coqueto apartamento de París, Luisa termina de preparar la mesa para la cena.  Sobre el mueble auxiliar, varias botellas de vino; una de ellas ya está abierta. Limpia las últimas huellas del cerco de polvillo blanco que podía haber quedado alrededor de la botella. Antonio está a punto de llegar, no ha querido ir a buscarle al aeropuerto para extremar las precauciones.
Y mientras llega, vuelve a sacar su carta, la única que le mandó, la que llegó hace un par de meses. La relee una vez más:
Valparaíso, 8 de junio del 2009
Querida Luisa:
Lo conseguiste. Ciertamente lo conseguiste. Como ya sabes, tu insistencia me llevó a eliminar a quien se interponía entre nosotros.
La semana pasada comencé ya a prepararlo todo para reunirme contigo lo antes posible. Y ayer puse sobre la mesa del director mi carta de renuncia, una renuncia irrevocable. Dentro de unos días llegaré a París para encontrarme contigo.
Aún debo dejar resueltos algunos asuntos que me harán permanecer  en Valparaíso por un tiempo, el menor posible. Tú eres el único bien que me interesa. El resto de mis bienes los venderé para que, cuando salga de aquí, no quede ni rastro de quien fui. Sobre todo, que nadie pueda encontrar la menor huella de nuestra relación.
Cuando llegue a París, ya nada ni nadie impedirán que seamos felices para siempre. Tal como convinimos me he librado de Pablo; te he librado de él. Sólo me hizo falta un poco de poder de persuasión y la complicidad de una seta, la que tú me habías proporcionado gracias a los conocimientos que, paradójicamente, habías adquirido de tu propio marido. Él, que era un experto micólogo, se sorprendió cuando vio en su plato una seta que desconocía, pero cuando aparecieron las setas en aquella cena informal en vuestro apartamento, él llevaba encima varias cervezas y casi una botella de vino, lo que nublaba bastante su capacidad de raciocinio.
Tuve que asegurarle que me había encargado personalmente de que analizaran aquella seta en el laboratorio toxicológico municipal. Tuve que poner en mi plato otra de apariencia muy semejante, difícil de distinguir de la suya por un miope coqueto, o sea, sin sus gafas y con unas copas de más. Tuve que masticar la mía ostentosamente.
Dudó. Por un momento pareció pensárselo, pero tragó el anzuelo. Yo había cocinado ambas setas junto con las últimas que tu marido había recogido unos días antes. Eso hizo que el médico forense y la policía pusieran todas las setas en el mismo lote y se limitasen a reprocharme lo que llamaron falta de prudencia, increíble en un experto conocedor de lo que recolectaba.
Mi fama y mi posición hicieron el resto. Era difícil que un alto ejecutivo de una empresa puntera en el comercio internacional resultara sospechoso. quedabas libre de toda duda porque estabas en París en uno de tus habituales viajes de trabajo. Tu coartada era inmejorable y nadie podría acusarte de nada. Por prudencia, desde entonces, tal como habíamos decidido, no hemos hablado entre nosotros ni hemos mantenido ningún tipo de comunicación. Pero yo ya no puedo más.
Te necesito de tal manera que ya no me basta con escuchar tu voz, no tengo suficiente con oír tus palabras de amor, aquéllas que grabé sin que tú lo supieras la tarde que planeamos al detalle la muerte de tu marido. No vayas a pensar que lo hice porque dudaba de ti. ¿Cómo iba yo a hacer semejante cosa? Sabía que las necesitaría en este período de tiempo interminable. Pero, te lo repito, hoy no me basta con oírlas; necesito escribirte, necesito sentirte en la punta de mi pluma. Aunque sea una imprudencia.
Por supuesto dejaste bien claro que no volverías a Chile, donde todo te recordaría a tu amado Pablo. Se lo contaste a quien lo quiso oír. Era un argumento que nos venía muy bien, pero yo ya no soporto tu ausencia; necesito sentirte cerca ahora, hacer presente nuestro amor, y escribirte significa de alguna manera adelantar el abrazo que me espera en París.
Confío en que pronto estaremos juntos. Y entonces será definitivo. Ahora, cuando termines de leer esta carta, quémala para que no quede ningún rastro de nuestro crimen y comienza a pensar en el menú de esa cena francesa que me debes y en la que, de ningún modo, podrá faltar un plato de setas. Yo mismo me encargaré de comprarlas en Monoprix y las llevaré ya cocinadas a tu apartamento.
Te quiero. Te voy a querer por toda la eternidad.
Antonio
Luisa dobla la carta con cuidado, la devuelve a su caja fuerte, y comprueba que no quedan rastros del polvillo. Mirando de reojo la botella de vino, sonríe al oír el timbre de la puerta.